Jueves 09 de febrero de 2012 |  Publicado en edición impresa
Cómo las neurociencias  comienzan a cambiarnos la vida
Por Facundo Manes   | Para LA NACION 
El cerebro humano es la  estructura más compleja en el universo. Tanto, que se propone el desafío de  entenderse a sí misma. El cerebro dicta toda nuestra actividad mental -desde  procesos inconscientes, como respirar, hasta los pensamientos filosóficos más  elaborados- y contiene más neuronas que las estrellas existentes en la galaxia.  Por miles de años, la civilización se ha preguntado sobre el origen del  pensamiento, la conciencia, la interacción social, la creatividad, la  percepción, el libre albedrío y la emoción. Hasta hace algunas décadas, estas  preguntas eran abordadas únicamente por filósofos, artistas, líderes religiosos  y científicos que trabajaban aisladamente; en los últimos años, las  neurociencias emergieron como una nueva herramienta para intentar entender estos  enigmas.
Las neurociencias estudian la  organización y el funcionamiento del sistema nervioso y cómo los diferentes  elementos del cerebro interaccionan y dan origen a la conducta de los seres  humanos. En estas décadas hemos aprendido más sobre el funcionamiento del  cerebro que en toda la historia de la humanidad. Este abordaje científico es  multidisciplinario (incluye neurólogos, psicólogos, psiquiatras, filósofos,  lingüistas, biólogos, ingenieros, físicos y matemáticos, entre otras  especialidades) y abarca muchos niveles de estudio, desde lo puramente  molecular, pasando por el nivel químico y celular (a nivel de las neuronas  individuales), el de las redes neuronales, hasta nuestras conductas e  interacción con el entorno.
Es así que las neurociencias  estudian los fundamentos de nuestra individualidad: las emociones, la  conciencia, la toma de decisiones y nuestras acciones sociopsicológicas. Todos  estos estudios exceden el interés de los propios neurocientíficos, ya que captan  la atención también de diversas disciplinas, de los medios de comunicación y de  la sociedad en general. Como todo lo hacemos con el cerebro, es lógico que el  impacto de las neurociencias se proyecte en múltiples áreas de relevancia social  y en dominios tan disímiles. Por ejemplo, la neuroeducación tiene como objetivo  el desarrollo de nuevos métodos de enseñanza y aprendizaje, combinando la  pedagogía y los hallazgos en la neurobiología y las ciencias cognitivas. Se  trata así de la suma de esfuerzos entre científicos y educadores, haciendo  hincapié en la importancia de las modificaciones que se producen en el cerebro a  edad temprana para el desarrollo de capacidades de aprendizaje y conducta que  luego nos caracterizan como adultos.
Al tratarse de un área  fundamental para el conocimiento humano, resulta comprensible y necesario que  los procesos de la neurociencia no queden solamente en los laboratorios, sino  que sean absorbidos y debatidos por la sociedad en general. Si nos hacen un  trasplante de riñón o de pulmón, seguimos siendo nosotros mismos. Pero si nos  cambiasen el cerebro, nos convertiríamos en una persona  distinta.
A pesar de la complejidad, la  investigación en neurociencias ha arribado a conocimientos clave sobre el  funcionamiento del cerebro. Un ejemplo de estos avances ha sido el  descubrimiento de las neuronas espejo, que se cree que son importantes en la  imitación, o el hallazgo de que las neuronas pueden regenerarse y establecer  nuevas conexiones en algunas partes de nuestro cerebro, al tiempo que se pierden  otras. Distintos estudios han permitido reconocer que la capacidad de percibir  las intenciones, los deseos y las creencias de otros es una habilidad que  aparece alrededor de los cuatro años; también, que el cerebro es un órgano  plástico que alcanza su madurez entre la segunda y tercera década de la  vida.
Las neurociencias, a su vez,  han realizado aportes considerables para el reconocimiento de las intenciones de  los demás y de los distintos componentes de la empatía, de las áreas críticas  del lenguaje, de los mecanismos cerebrales de la emoción y de los circuitos  neurales involucrados en ver e interpretar el mundo que nos rodea. Asimismo, han  obtenido avances significativos en el conocimiento del correlato neural de  decisiones morales y de las moléculas que consolidan o borran los recuerdos; en  la detección temprana de enfermedades psiquiátricas y neurológicas, y en el  intento de crear implantes neurales, que en personas con lesiones cerebrales e  incomunicadas por años permitirán leer sus pensamientos para mover un brazo  robótico.
Se vuelve evidente que, a  partir de hallazgos como estos que han visto la luz en las últimas décadas, las  neurociencias hayan despertado cierta expectativa de que finalmente entenderemos  desde grandes temas, como la conciencia humana o las bases moleculares de muchos  trastornos mentales, hasta temas cotidianos, como por qué la gente prefiere una  gaseosa a otra. Sin embargo, debe haber un real debate sobre los hallazgos en el  estudio del cerebro, sus limitaciones y las posibles implicancias y aplicaciones  de la investigación.
En primera instancia, es  importante que se reflexione respecto de qué preguntas se ha de abordar. Es  decir, debemos discutir sobre cuáles son las preguntas relevantes y por qué lo  son. Por ejemplo, algunos estudios se han enfocado en perfeccionar métodos de  neuroimágenes a fin de detectar si una persona está mintiendo. Más allá del  debate sobre la metodología de estos estudios, quizá, como primer paso, debamos  preguntarnos: ¿qué es mentir? En distintos países se intenta utilizar la  tecnología en neuroimágenes para determinar la culpabilidad o no de un acusado  y, sin embargo, hay aún un gran debate académico-científico sobre qué significa  ser responsable de las acciones propias.
Hace unos días regresé del  exterior en avión y, al sobrevolar de noche la Capital Federal, pude observar  con claridad las luces de la ciudad. Esa visión me permitió percibir la  intensidad de la metrópolis, aunque obviamente me resultaba imposible auscultar  las conversaciones, los sueños, las tristezas y las alegrías que sucedían  siquiera en una de sus esquinas, sus casas o sus bares. Cabe entonces  preguntarse si, cuando observamos un patrón de activación cerebral específico  estamos viendo, por ejemplo, las bases neurales de la mentira o si, por lo  contrario, estamos presenciando el modo en que el cerebro se activa cuando  mentimos. Contrariamente a lo que puede interpretarse, las imágenes cerebrales  no nos dicen si una persona está mintiendo o no: más bien, muestran ciertos  estados de ánimo, como la ansiedad o el miedo que vienen asociados con la  mentira. Esta sutil diferencia puede traducirse en destinos muy diferentes.  Además, estas definiciones se basan en las estadísticas derivadas de los datos  obtenidos mediante grupos de personas de tamaño variable, que fueron evaluados  en su mayoría en un entorno de laboratorio. Dado el marco artificial, los  márgenes de error y otras limitaciones inherentes, pareciera que la detección de  determinados estados mentales no es tan fácil como se afirma a menudo. De allí  que su uso en ámbitos tales como el sistema legal requiera de una reflexión  conjunta y consensuada.
Como describe un editorial  reciente de una revista científica, hay una creencia persistente que está  alimentando una neuro-inspirada industria del marketing centrada en analizar las  percepciones de los consumidores y los gustos y, a partir de eso, predecir su  comportamiento. Empresas de "neuromarketing", por ejemplo, prometen la  producción de "datos científicos irrevocables" revelando no lo que dicen las  personas sobre los productos, sino "lo que realmente  piensan".
Otro debate interesante es  aquel que se propone acerca del uso de drogas que aumentan la capacidad  cognitiva en personas sanas. La neuroética consiste en la reflexión sistemática  y crítica sobre las cuestiones éticas, legales y sociales que plantean los  avances científicos del estudio del cerebro. Se ocupa no sólo de la discusión  práctica sobre cómo hacer investigaciones en esta área de manera ética sino que  se interroga también sobre las implicancias filosóficas, sociales y legales del  conocimiento del cerebro.
El estudio neurocientífico  resulta apasionante, innovador y, más allá de sus alcances, ha logrado progresos  que han sido claves para comprender mejor diversos mecanismos mentales críticos  en el funcionamiento cerebral. Además, descubimientos en este campo han  permitido una mejor calidad de vida para millones de personas con condiciones  psicológicas, neurológicas y psiquiátricas.
El desafío científico es  inmenso, ya que se formula muchas de las preguntas que desde siempre la  civilización se ha realizado, como el origen del pensamiento, qué es la  conciencia o si tenemos libre albedrío. Aunque aprendimos mucho de procesos  cerebrales específicos, todavía no hay una teoría general del cerebro que  explique su funcionamiento general e incluso, quizá, no la tendremos nunca -un  reconocido neurocientífico decía que abordar la pregunta sobre cómo funciona  nuestro cerebro es como intentar saltar tirándose de los cordones-. Sin embargo,  el actual marco intelectual y metodológico es muy promisorio. Es fundamental que  exista un diálogo entre las neurociencias y los diferentes dominios de la  sociedad.
Resulta necesario y  estimulante que distintas disciplinas y escuelas discutan cómo se aborda  científica, intelectual y metodológicamente uno de los desafíos más fascinantes  de nuestra época: pensar nuestro cerebro.
© La  Nacion
El autor dirige el Ineco y el Instituto de Neurociencias de la  Fundación Favaloro.
 
 
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